MONÓLOGO DE UN CICLISTA

Cuando me he dado cuenta, ya tenía un manillar sobre las narices, a punto de atravesarme los quevedos y estropearme un ojo. El resto de la bicicleta también ha estrellado en mí con violencia. Quedamos así, ella y yo, componiendo un cuadro absurdo y contradictorio, casi ridículo: una bicicleta, algo tan dinámico, tan cinético, y una estatua de mi porte. Choca, desentona con mi esencia estática además de con mi continente grave y reposado, y lo violenta claramente, dando la impresión de algo sumamente antiestético e irrespetuoso. 

¿A ti no te parece? Lo mismo detectas en mis palabras algún deje irónico, y no me tomas en serio. Pero, créeme, aunque intente tomármelo con humor, no termino de acostumbrarme a esta y otras zafiedades de las que ya te he dado cuenta. Así que espero de tu parte un poco de empatía y solidaridad, ya que eres mi íntimo confidente, te cuento cosas que hasta ahora no había contado a nadie.  

No culpo al biciclo, que al fin y al cabo es artefacto útil y sin ninguna voluntad de molestar, sino a su dueño que me la ha apontocado con desconsideración y daño para ella y para mí. 

El sujeto llega sudoroso y resoplando, se deshace del casco y de la mochila, me los pone al lado, Y, menos mal, él se sienta en el otro extremo, lejos de mí. 

Entorno los ojos con disimulo para observarlo. Va todo de negro, con una camiseta y unos pantalones cortos, ambos ajustados como parece que corresponde a estos deportistas o aficionados ciclistas que por aquí abundan. No le veo la cara, porque en este momento está inclinado, codos sobre las rodillas y manos juntas sobre el rostro.  No se queda así mucho tiempo, se incorpora, sigue resoplando. Hace como que corre, sin moverse del mismo espacio, y realiza otras maniobras que, por lo que he oído en alguna ocasión, se llaman ejercicios de estiramiento. Mientras las hace, habla entre dientes y solo me llega alguna palabra aislada. 

Abre la mochila y saca un teléfono de mano, mira la pantalla. Parece que lo va a utilizar pero se arrepiente y lo vuelve a meter en la mochila. Se queda pensativo, se muerde las uñas, no deja de relatar para sí. Mete la mano en la mochila y vuelve a sacar el aparato, vuelve a mirarlo, vuelve a dudar y vuelve a meterlo en la mochila. A la tercera, se decide y marca. Espera nervioso:

—Contesta, contesta Cristi… ¡contesta!… ¡Joder!

Cristi no contesta.

Ahora se levanta, se pone las manos en la cintura, y se dice en voz alta, como para clarificar sus ideas:

—Veamos, veamos, estáte quieto un poco, tranquilízate, no estás nervioso, no estás nervioso… Así… aclárate: tú la vuelves a llamar… no pasa nada si la llamas otra vez, no te rechazará, seguro que esta vez te lo coge. Entonces tú dices hola Cristi, mi amor (no, mi amor no se lo digas, que no le gusta… ahora se cabrea cuando se lo digo, no sé por qué), ella te dirá: qué bien que me llamas, Paquito, lo estaba deseando… Pero está muy enfadada, ¿seguro que me va a decir eso?… ¿Me rechazará? ¿Va querer hablar conmigo? 

Se le ve alterado, todo su cuerpo se mueve, no para, constantemente abre y cierra los ojos. De repente emite un grito agudo, semejante al de una gaviota. Me da un susto que casi salto del banco. Se tapa inmediatamente la boca y mira alrededor. Por fortuna, a esta hora temprana estamos solos en la glorieta. Respira profundamente. Se vuelve a sentar, menea las piernas haciendo vibrar los muslos. 

Está claro que esto no es normal, este joven debe tener un problema.

Después de unos instantes de silencio que los pasa con la boca tapada, se levanta, vuelve a aspirar profundo. Cuando parece que se siente más tranquilo continúa su monólogo: 

—Se lo explicaré, no fue para tanto: …Cristi, mi…, Cristi, lo del otro día fue un volunto, una tontería sin importancia… yo no sabía que no llevabas dinero; también es verdad que te dije que te iba a invitar a cenar a ese restaurante tan elegante y debería haber pagado antes de salir escopetado, pero en ese momento estaba tan fuera de mí que no caí… Si me fui así, tan de repente, fue porque me parece que no acabas de aceptarme como soy, no me entiendes, me llevas constantemente la contraria, me pones nervioso, me cabreas y desencadenas mis… mis…  Hasta entonces casi los había controlado delante de ti. Solo se me nota algo lo de los ojos, porque de lo otro procuro taparme la boca cuando siento que me puede venir. No es que a posta te dejara plantada. Yo pensaba volver, pero cuando recordaba lo que dijiste de que cada vez tienes más claro que me falta un tornillo, me cabreaba más, me entraban ganas de cogerte… 

Se para para taparse la boca. Hace otra pausa y vuelve a comerse las uñas. 

—Que conste que, después de darle muchas vueltas, volví… aunque algo tarde, estaban cerrando. Cuando pregunté por ti, me extrañó que me miraran esquinado y uno de los camareros dijo en voz baja a otro este es el del gritito… Al final me dijeron que había venido tu padre y había pagado la cuenta. No sé quién le dio vela en este entierro a tu padre, es un entrometido. No me gusta tu padre, te lo he dicho, me tiene tirria sin ninguna razón, y creo que te influye para separarte de mí. Pero estoy seguro de que tú deseas volver conmigo, Cristi, mi amor… Perdón, perdón.

En esas estaba el ciclista cuando, dentro de la mochila, suenan, solemnes, unas notas del himno nacional. Es el teléfono. Soltar un repullo y gritar ¡Cristi! fue uno. Hurgó nerviosamente hasta sacar el teléfono de mano, miró la pantalla y la expresión se le trocó de alegría en decepción y enfado. Lo metió otra vez, de mala manera, en la mochila, y allí se repitió el sonido patriótico hasta que se cortó.     

Ahora pestañea más, debe ser un tic nervioso. Se encoge repetidamente de hombros. Parece haberse incorporado otro tic. Este joven debe estar muy alterado. 

¡Ahora caigo! En mis tiempos recuerdo haber leído sobre una enfermedad que se conoció por los trabajos de un médico francés que se llamaba… no recuerdo. Me interesó porque se apuntó a posibles relaciones con anomalías neurológicas en algunas partes del cerebro, y eso estaba dentro de mi campo. 

El individuo había reanudado su perorata: 

—Lo mismo que no me gusta tu amiga esa, Romualda. Aunque solo la he visto una vez, ha sido suficiente para darme cuenta de que, además de ser fea de nombre y cara, me mira malamente y seguro que también te predispone contra mí. Y tú, Cristi, tienes que estar solo pendiente de mí, como yo lo estoy de ti. Tú y yo nos bastamos.  

Vuelve a sonar el dichoso artefacto, vuelve a abalanzarse a la mochila, vuelve su decepción. Esta vez lo apaga de inmediato.  

Todavía lo tiene en la mano cuando suena de nuevo. Lo mira, lanza una maldición y lo corta. Pasan solo un instante antes de que, tenaz, torne el himno. Esta vez lo coge; su voz es tensa y agresiva, a veces grita. 

—Mamá, cómo puedes ser tan… eres más pesada que una vaca en brazos. Te he dicho que no me llames, me molestas constantemente. No quiero oír tu voz… vas a conseguir que te bloquee el número… ¡No, no, no me lloriquees! Lo haré, te bloquearé, si sigues fastidiándome. ¿Qué casi nunca me llamas por no interrumpirme? ¡Pues menos tienes que llamarme, no me llames nunca! A ver, dime, ¿qué quieres, qué es tan importante? … ¡Las pastillas! ¿Eso era? ¿Para eso me molestas? ¡Es increíble lo tonta que eres!, ¡Sí, sí, me he tomado las putas pastillas! ¿Algo más?… Sí, tendré cuidado con los coches… ¡Sí, sí también sé que esta tarde me toca el psicólogo, crees que soy tan tonto como tú, vieja chocha? 

Desconecta y tira el teléfono sobre la mochila. 

—¡Vieja imbécil, cuándo me dejará!… ¡Mierda!, tendría que haberle preguntado si ha llamado Cristi… Claro, que si hubiera llamado, la vieja me lo habría dicho. Sabe que la tengo sentenciada si no me lo dice. 

Durante un instante parece pensar. Al fin torna al teléfono y vuelve a llamar. Espera inútil. Mientras espera, el pestañeo es continuo, sus dedos tamborilean sobre el muslo. De pronto salta, sin venir a cuento: 

—¡Puta, coño, puta, coño…! 

Se aprieta con la mano la boca, como intentando ahogar el brote. 

Se levanta como un resorte y agarra violentamente la bicicleta. Se sube y se aleja haciendo eses. 

Siento alivio, mucho alivio. Y malestar, mucho malestar.

No sé lo que tú opinas y sientes, pero yo, si ya no estuviera en bronce, me quedaría de piedra. De duros e insensibles sería no acercarse con comprensión a la enfermedad de este pobre muchacho, la cual ha tenido que hacer mella en su crianza, en sus relaciones y hasta en su carácter. Pero diáfano he oído que no es ella culpable de su inmensa necedad y de la pobreza de su corazón. 

En el libro “Extrañezas (Microrrelatos y relatos breves)”


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6. Las rosas no se roban

7. Melancolía

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